20 de julio de 2010

Te extraño


Te extraño. Jamás lo digo y son contadas las ocasiones en las que lo admito. Pero te extraño.
- Nos vemos el viernes, cuídate y pórtate bien- fueron las ultimas palabras que te escuche decir. Yo estaba en la ducha lavándome el pelo. Si sólo lo hubiese sabido, si alguien me hubiese dicho que esas serían las últimas palabras que te iba a escuchar decir en toda mi vida, te habría prestado más atención, no te habría dejado ir. Hubiese sido capaz de detener el tiempo con tal de dejarte conmigo.

La última noche juntas vimos un especial de videos de perros en el Animal Planet y hablamos de cómo serian mis hijos. Dijiste que una saldría morena, como tú. Al parecer así será. Siempre tuviste tu lado de bruja. Ese lado que extraño, que sabía cuando algo andaba mal, pero que jamás lo decía. ¿Por qué nunca pediste ayuda? ¿Por qué en la única persona en la que te apoyaste fue en una mocosa que recién cumplía los 22 años? Ella ahora está en el piso, porque después de casi cuatro años se dio cuenta de lo que pasó. Recién ahora y casi de rebote, ella te necesita. Yo te necesito.

Me haces falta. Siempre vas a hacerme falta. Hay noches en las que me despierto porque escucho un disparo. Todavía me persigue tu muerte, como si hubiese sido yo a quien enterramos. Tengo pesadillas contigo. Te he visto caer muerta en mi cabeza un millón de veces. Guardé el mate que te habías preparado por un año antes de ser capaz de tirarlo a la basura. Apuesto que eso no lo sabías. Ese que llevaste de la casa y que no te pudiste tomar, porque Samuel llegó antes.

Hay días, como hoy, en los que me pregunto como serían las cosas si no te hubieses muerto. De pronto habría sido peor, la teoría dice que también a mi me quería matar. No sé. Es todo tan confuso. Si él se hubiese muerto y nosotras hubiésemos quedado vivas… si no te hubiesen arrancado de mi vida cuando todavía te necesitaba. Siempre voy a necesitarte.

Me haces mucha falta mamá. Jamás digo esas palabras. Tampoco me esfuerzo por superarlo y eso es lo que me consume. Siento que te estoy defraudando al querer darme por vencida, pero no puedo más. Te lo digo en serio, no puedo más. En días como hoy siento que perdí la fe. Ni siquiera sé si me miras desde arriba, si sabes como estoy o si te acuerdas de mi. Odio el día de la madre y lo odiaré supongo hasta que tenga hijos para celebrarlo. Y aún así, aunque sea el círculo natural de la vida, tu vacío seguirá siendo evidente.

Sufrimos juntas los seis meses de agonía de su amenaza en nuestra contra. Tú fuiste la que sufrió con el disparo. Y soy yo la que se quedó sin poder superarlo. Como una herida infectada que no sutura. No sé como hacerlo mamá. Y me estoy quedando sin ideas para sobrellevarlo. Te extraño. Al menos ahora eso si soy capaz de asumirlo.

17 de julio de 2010

Salvarse



Odio quedarme así. Con las palabras atragantadas en la garganta. Con los dedos inhabilitados de seguir explicando. De seguir guiando. Rogando.


No sé a cual de los dos hay que salvar, pero ambos tienen que estar bien.
Uno pide que lo salven y el otro quiere ser salvado. Ambos se aman. Pero están demasiado lejos para abrazarse.

No te pierdas en el miedo y avanza. Porque no hay callejones sin salida, ni vidas sin esperanzas. Hay momentos en los que hay que caminar contra el viento y lanzarse a un vacío. A lo desconocido. Nadie sabe donde terminarás, pero es seguro que cambias. Todos tenemos un camino que recorrer y caídas de las que levantarse.

Pero jamás te pierdas en el miedo. No dejes que tu cabeza se llene de ideas erróneas, de pájaros que no llevan a ninguna parte. Ella solo quiere caminar contigo de la mano. Él solo quiere dormir y abrazarte para poder volver a soñar. Aun con los pies fríos y descalzos, avanza, camina, sale de ahí. No importa el donde, no importa el cuando, importa el por que. Porque se aman.

14 de julio de 2010

Desaparecer


Sólo quiero saber de cuanto soy capaz. Necesito saber si me la puedo. Si tengo las agallas, los cojones, las tripas para hacer esto. Es una locura, si lo sé. No se lo he comentado a nadie. No lo entenderían. ¿Quién podría? Hay momento en los que hasta yo pienso que es una estupidez.

Terminamos de tomar once en mi casa y levanto las tazas sucias. Ultima vez que esto sucede, pienso y me comienzo a amargar. A arrepentir. Boto a la basura las bolsas de té y le preparo la leche a mi hijo. Su mamadera… no pienses, no pienses.
- Julieta ¿estás bien?- mamá me pregunta mirándome fijamente a los ojos
- Sí… me quede pensando en algo del trabajo
- ¿Tuviste algún problema?
- No, no… un faltante en caja, pero mañana lo veo- miento y agito la leche de Martín.

Ya son las doce y media de la noche y en mi casa todos duermen. Sobre mi cama, bolsos llenos de ropa. Todo lo que estaba en mi armario está metido ahora en tres bolsos que no sé como me voy a llevar. Miro la cuna de mi hijo, duerme. Me parte el alma dejarlo, pero no doy más. ¿Quién podría entenderlo? Me siento a su lado y lo miro, con lágrimas en los ojos. Martín, mi pequeño, tu abuela será mejor madre de lo que yo puedo ser. Yo jamás te podría hacer feliz, conmigo sólo tendrás carencias… a lo mejor podré volver un día por ti, pero dudo que me perdones. ¿Quién perdona a una madre que abandona a su hijo de nueve meses?

Si no lo hago ahora me voy a arrepentir. Dejo una nota bajo la almohada de la cuna, beso a frente de mi niño por última vez y tomo mis cosas. Bajo las escaleras en silencio y cierro la puerta tras mi espalda. En el bolsillo de mi pantalón hay un pasaje. Me voy a cualquier parte donde nadie me conozca. Donde nadie sepa mi nombre ni lo que pasé. Cierro la reja y comienzo a caminar a la parada de buses.

Sé que voy a decepcionar a todos, pero esto me lo tengo que probar a mi, a nadie más. Necesito un sol distinto, necesito otro lugar. No quiero ser la Julieta que no tiene otro futuro más que el de madre soltera, quiero ser algo más. Quiero aprender a ser yo.

Nunca más me volverán a ver.

12 de julio de 2010

Interludio



No sé a quien engaño sentada aquí. A lo mejor intento creerme lo que no soy. Pensar en que con un café, unos cigarros y un par de ideas puedo crear. No sé si me lo creo hoy. Hace un par de días sí.

A penas respiro, metafóricamente hablando. Me siento media muerta o a medio revivir, no lo sé. Sé que mi cuerpo hoy no responde. Me tome las medicinas muy tarde. Al diablo con esas pastillas, todo esta en mi cabeza.

La escena es todo lo que siempre soñé y aún así me siento vacía. El café, los cigarros, el computador en el suelo, el cenicero, el celular al lado esperando la llamada del editor, mi gata dando vueltas y quedándose dormida sobre mi cama. Yo sé que siempre quise esto y ahora que lo tengo, no me hace feliz.

Puede que todo esté en mi cabeza y tengan que hacerme un lavado cerebral. Puede que sea yo la que se niega a pensar que se merece todo esto, que al cabo no es malo. No lo es en lo absoluto. Tengo lo que siempre quise. Tengo un hombre que me ama, tengo ideas rondando mi cabeza, tengo mi propio departamento.

El problema soy yo. Y lo peor de verlo es mirar alrededor y ver que el problema somos todos. En cierto momento creo que todos hemos tenido todo lo que hemos soñado y no hemos aprendido a ser felices con eso. Que mierda. Somos una tropa de mal agradecidos.

Hoy no debería sentirme vacía porque estoy llena de todo lo que me hace feliz. Y aún tengo sueños que cumplir, tengo mucho porque luchar aun. Lo que tengo que hacer es aprender a pelear con estos interludios de vacío que me llenan de nada y me llevan a ninguna parte.

9 de julio de 2010

Después del vodka



- Vas a ir o no?
- No sé- Agustín toma el vaso de vodka y le da un sorbo
- Si yo fuera tu iría de una, después vas a estar borracho

Ana entró a la fiesta con sus labios pintados y su maquillaje perfecto, una falda corta y una polera de madonna. Iba con sus amigas y de inmediato comenzaron a bailar. Desde varios días Agustín quería acercarse y se suponía que esa noche debería ser la ocasión perfecta.

- Anda, dile algo lindo, que se sonroje, esa es la señal de que vas por buen camino
- ¿Desde cuando eres mi consejero sentimental?
- Desde que el vodka dejo de hacerte efecto, anda, mírala a los ojos y sácala a bailar cuando estén en esa la tomas de la cintura, si se deja, entonces estás listo, de ahí todo fluye, nada más
- Claro, claro- otro sorbo del vaso
- Lo otro es que te quedes acá mirándola con cara de estúpido y la dejes en suspenso, eso igual funcionaria…. Tal vez podría funcionar
- ¿Cómo?
- Serías el tipo que la mira y que cuando vaya al baño la va a estar esperando afuera para conversar
- Suena sicópata
- Ya estás acá mirándola con cara de idiota, es cosa de minutos para que se de cuenta, ¿vas a ir o no?
- No sé- el vaso de vodka se vacía y Agustín lo vuelve a llenar
- Hombre, eres el más cobarde que he conocido
- A ti no te veo hablando con nadie que no sea yo
- Hoy vine a darte una mano, después veré que hago, por ahora, deja el vaso y sácala a bailar
- ¿Seguro de que resultara?
- Dile que te gusta su polera… háblale de la música, se nota que le gusta esta onda ochentena, si ya lleva tres temas enteros y no para de bailar, anda antes de que otro te la levante

Agustín se tomó lo que quedaba en su vaso y se puso de pie

- Vamos hombre, es sólo una mina, no te va a matar, cualquier cosa, yo estoy acá, ahora anda y sácala a bailar, si no es tan complicado.
- ¿Y si me dice que no?
- Le dices que ella se lo pierde- Agustín prendió un cigarro y comenzó a caminar. Ana bailaba Walking on sunshine y no alcanzó a percatarse de que venían por ella.
- Hola, ¿quieres bailar?- la voz de Agustín apenas se escucho sobre la música
- Estoy con mis amigas… tal vez más tarde
- Me gusta tu polera ¿eres fans de Madonna?
- Sí, desde siempre… ¿bailamos mas tarde?- y le sonrió
- Claro, no hay problema

Un hombre casi derrotado volvió a la barra

- Dijo que más tarde
- Por lo menos no es un no… sírvete otro trago- Ana lo miró desde la pista de baile y volvió a sonreírle.
- ¿Por qué le dijiste que no si viniste a la fiesta para verlo?- Natalia le dice gritándole al oído.
- Para que espere un rato, no quiero verme tan desesperada… en dos canciones más lo voy a buscar

7 de julio de 2010

La sexta es la vencida



Te conocí en la sala de emergencias. Estabas en una camilla con un respirador artificial siendo atendida por un par de paramédicos. Yo estaba saliendo de pabellón después de una operación de urgencia debido a una bala perdida que terminó en mi pulmón.

En el área común estábamos separados por un biombo, pero aun podía ver a ratos, mientras estaba conciente, como tus brazos blancos como la nieve estaban llenos de tubos, y bajo ellos, las marcas de los cortes que de seguro que habían llevado ahí.

Nos conocimos en la sala de emergencias. Ella por intento de suicido y yo por recibir una bala que no iba para mi.

Le hablé una mañana, cuando los sedantes me lo permitieron. Tú estabas casi dormida y yo algo drogado con todos los sedantes que me daban para evitar el dolor. Te moviste lentamente para responder mi saludo y sonreíste. Hacía días que no veía a alguien sonreír, te dije y respondiste que este no era un lugar para estar feliz. Alguien en alguna camilla a lo lejos nos pidió silencio. Y nosotros volvimos al mutismo.

A la mañana siguiente volví a hablarte. Vinieron tus padres y yo me hice el dormido mientras ellos estuvieron contigo. Te trajeron chocolates, unas flores y la hora con el siquiatra para la semana entrante. Dijeron que te internarían. Dijeron que este era tu quinto intento. Tú les dijiste que el sexto sería el vencido y yo casi me puse a reír.

Cuando volviste a estar sola te pregunte simplemente por que. Nunca respondiste. Sólo me dijiste que algún día resultaría. No quise presionarte. Ella tendrá sus razones, pensé mirando tus brazos nuevamente. Tenías vendas en las heridas, pero también tenías cicatrices antiguas. No creo que se haya cortado todas las veces, me dije y volví a abrir la boca.

- ¿Cómo lo haces?- te tomó unos minutos responder. En un comienzo pensé que te habías dormido, hasta que volteaste la cabeza y me dijiste

- La primera vez me ahorqué en mi pieza y mi hermano mayor me descubrió, la segunda vez choqué mi auto contra un camión, la tercera vez me tome una sobre dosis de antidepresivos y mi mamá me vio tirada en el baño y me trajo para un lavado de estómago, la cuarta salté desde el balcón del décimo piso y ahora me corté

- ¿Y como harás para no fallar en la sexta?

- Ya tengo mi HK, me la entregan el miércoles de la otra semana, con una bala no puedo fallar

- ¿No estarás internada para esa fecha?

- No es mi primera vez en este hospital, me las puedo ingeniar- y sonrió. Jamás olvidé esa sonrisa.

Alguien en una camilla más allá nos hizo callar, luego vino la enfermera y me llevaron a curaciones.

Cuando desperté la mañana siguiente ya no estaba.

La marcha




La cama del hospital era dura y estaba a punto de quedarse vacía. El paciente tenía los ojos cerrados mientras escuchaba la suave voz de las enfermeras conversando a su lado. La televisión prendida era ignorada por todos, posiblemente porque mostraba imágenes de una vida que nadie quería ver. La decadencia y desesperación que causa el saber que ya no quedan más cartas que jugar ni movimientos que hacer en el tablero es muy difícil de enfrentar. Poca gente sabe que hacer cuando ya nada va a mejorar.

El olor a muerte no sólo llenaba aquella habitación, pasillos y cada rincón del hospital, su densidad lo hacía pegarse a la ropa de todo quien transitara entre enfermos y desahuciados, camillas, sillas de ruda o doctores que deambulaban por el edificio.

Eran cerca de las seis de la tarde y por el invierno ya no había sol en la ciudad. Las pocas luces encendidas iluminaban sólo lo que se podía ver en la habitación del paciente. Un color frío golpeaba su piel, los huesos sobresalían de sus mejillas, acentuado sus interminables ojeras y dejando en claro los efectos de la metástasis en su cuerpo.

Había tres enfermeras cerca de la cama. Ninguna pensaba abrir la boca esos últimos minutos. El sentenciado habló por ellas, llenando el vacío con gritos de dolor. Gritos que no lograba sacar de su garganta mientras que entreabría los ojos y observaba por primera vez la pantalla del televisor.

El sonido de tambores redoblando con fuerza una marcha desconocida invadió el hospital de pronto. Una banda que olía a averno comenzó a recorrer el pasillo con rumbo a la habitación. Nadie le prestó mayor atención, todos siguieron haciendo lo que debían hacer. Parecían no escuchar ni los tambores, ni los vientos, ni los silbatos. Tampoco parecían ver los oscuros uniformes de cada miembro marchando. El género roído escondía lo que quedaba de sus cuerpos, aun cuando algunos de sus huesos se asomaban al tocar cada vez más fuerte la interminable marcha de la muerte.

- Cuando era niño mi padre me llevó a ver una banda marchar en la ciudad- se escuchó decir al paciente. Los labios, que apenas podía mover, se veían agrietados y secos. A punto de sangrar. Pero la sangre ya no corría por sus venas, porque ya no era líquida, quedaba tan poca en su cuerpo que le resultaba imposible circular.

- Y me preguntó "Hijo, cuando crezcas ¿te convertirás en la salvador de los pobres y malditos de este mundo? ¿Serás capaz de defenderlos y de proteger sus esperanza?"- una de las enfermeras volteó a mirarlo y encontró sus ojos abiertos de par en par, mientras que su mano en alto parecía querer alcanzar algo invisible para todos. Excepto para él.

- No se agite- le murmuró con voz suave sin darle mayor importancia al asunto.

- Ella me está mirando… me mira y quiere que me vaya con ella- la mano amarillenta y esquelética tomó por sorpresa a la enferma al sostener su muñeca con fuerza, obligándola a mirar sus ojos. Ella intento ocultar el espanto y el asco que le provocaba ver aquel cadáver aún respirando. Pero no lo logró.

- Ella mandó a la banda a buscarme, estoy seguro ¿los escucha? Se acercan, tocan para mí la misma canción del día que se la llevaron- la voz se extinguió de pronto y sus ojos se posaron por primera vez en el televisor. El corazón del agónico paciente latió una vez más cuando un funeral apareció en la pantalla.

Ella estaba quieta en su ataúd, llevaba su vestido favorito. Rosas rojas adornaban el altar mientras que sus amigos y familiares lloraban en las bancas de la iglesia. Él estaba de pie junto a ella, sosteniendo su mano, incrédulo ante la eternidad que reflejaban sus ojos cerrados. Tenía que dejarla ir y decir adiós por una última vez. Tenía que resignarse a pelear varias batallas antes de volverla a abrazar. Tenía que sentarse y conformarse a esperar su regreso. O su partida.

- Esto es lo peor que te puedo decir, pero… buenas noches- murmuró para luego besar sus labios una última vez mientras una banda tocaba el réquiem a un lado de la iglesia. Los signos vitales del paciente eran cada vez más tenues. Casi inexistentes. Una enfermera revisó su pulso y salió en búsqueda del doctor. No alcanzó a notar lo cerca que estaba la marcha de la habitación.

- Mamá, no somos nada más que un montón de mentiras para las moscas- se escuchó decir desde la cama al moribundo. Y luego un suspiro, antesala del último que estaba a segundos de exhalar. La banda detuvo la música en la puerta maloliente del hospital. Un doctor entró rápido y se detuvo junto al lecho de muerte con la ficha médica del paciente en las manos. No dijo nada. No vio nada. Una enfermera acercó una jeringa con agua a los labios del moribundo y humedeció sus labios, dejándolo así decir

- No quiero que ella me vea así, si viene que se de vuelta- pero sus palabras las quemó un fuerte redoble que irrumpió en el silencio tenso del lugar y forzó al condenado a abrir los ojos de par en par. Se vio así rodeado por cinco hombres de negro. Estaban vestidos como el resto de la banda, pero sus trajes resaltaban de los demás, que permanecían formados a la salida de la habitación a la espera de la señal.

- No te preocupes, ella no va a venir- uno de ellos murmuró, apagando todo sonido posible alrededor y encendiendo un cigarrillo. Las enfermeras y el doctor comenzaron a moverse despacio, tan despacio como el humo gris del tabaco y el alquitrán que invadió la habitación.

El paciente dejó de sentir lentamente los pocos latidos de su corazón, el aire quemaba sus pulmones cada vez que inspiraba y sus ojos se cerraron por última vez antes de que la banda comenzara a tocar su réquiem.

- Le dije que mi muerte sería el inicio de nuestra eternidad juntos- el cadáver susurró

- ¿Y para qué le dijiste eso? ¿De verdad piensas que te vas a poder acercar a ella otra vez?- pero el paciente no puedo responder. Sus labios fríos intentaron admitir su condición de mortal, en renuncia al sueño de su padre. Sin embargo, ya no había nada que hacer, y menos que decir.

- Vamos, levántate ahora que todavía puedes

Un redoble volvió a sacudir las paredes blancas del hospital y la banda comenzó a caminar lentamente, con un nuevo integrante en sus filas, que lideraba la caravana de Cancerbero con rumbo a Báratro.

4 de julio de 2010

El infierno es poco para ti



Te miro sentado en el banquillo de los acusados mientras el jurado en silencio observa la escena. El juez me mira por unos instantes. Yo, de pie, presentablemente intacta, me acerco a donde estas y te miro directamente a los ojos.

Ni siquiera quiero estar aquí, pero para un juicio como este y para sentenciar de una vez este caso hay que hacer de tripas corazón y decirte lo que de verdad pienso de ti. Así que respiro profundamente y comienzo.

Decirte que te vayas al infierno es poco decir. El infierno suena un lugar demasiado agradable para una persona como tu. No sé ni que mereces, a lo mejor seguir viviendo eternamente y pagar todos los daños que has hecho y todo lo que has destruido.

Tú querías cambiarme. Tú decías que me amabas y no me dejabas ni siquiera contestar el teléfono sin verificar quien era. Revisabas mis correos, celabas los posteos en el muro de Facebook. Y más encima eras infiel.

Si llego a irme al infierno cuando muera espero no encontrarte ahí, porque ya fue bastante condena tener que lidiar contigo en este mundo y que penaras por meses la vida que destruiste.

Tú querías que fuera otra. No sé que tenías en la cabeza. Querías controlar mis pensamientos, hacerme sentir culpable de tus infidelidades. Querías disculparte cuando no había excusa. Yo podría ser una mujer distinta si supiera como hacerlo, pero yo soy yo y no voy a cambiar. Por ti lo intenté y el resultado fue el peor. Yo ya no cambio por nadie.

Lo único que no lograste destruir en tu mendigo paso por mi vida fue mi conciencia. Dejaste pedazos de corazón que tuve que aprender a unir nuevamente, dejaste un alma en pena que deambulaba por una ciudad desconocida buscando el cuerpo que había perdido. Pero no me quitaste lo que me hace fuerte. No me quitaste las palabras, no destruiste mi racionalidad. No lograste matar a la mujer que hiciste pedazos.

El infierno es poco para ti, pero eso lo debe decidir el jurado.

Voy a esperar por ti


Estoy en Santiago, tú en Bogota. Pero eso no cambia la forma en las que veo el mundo que tenemos juntos. Me desperté a medio día y prepare algo de comer. Me senté frente al computador, puse música que a ti no te gusta y me comí las tostadas. Sentada en la cama con el computador prendido, tomando café. Y voy a esperar por ti.

Estoy en Santiago y hace un día de sol. El domingo perfecto. Tú debes estar despertando después de haber salido a jugar poker con tus amigos. Me preparo otro café y prendo un cigarro. Si estuvieras acá no lo haría. Fumo. Fumo y espero por ti.

Estoy en Santiago, encerrada en mi casa hace dos días porque no tengo ánimo de hacer nada. Veo nuestra foto el lado de mi cama y me acuerdo de ese día en el parque. Recuerdo que lo pasamos bien, que el día estaba nublado y que conversamos de un millón y trecientos cuarenta y cinco temas diferentes dando vueltas. Ahora estoy en mi cama. Esperando por ti.

Estoy en Santiago, vienen unas amigas en un rato más a sacarme del encierro. Iremos a dar vueltas por la ciudad, a tomar más café. Volveremos al departamento y comeremos algo rico. Aun cuando haga eso, aun cuando esté llena de cosas que hacer, aun cuando escriba mis cuentos, cuando escriba proyectos para el trabajo, cuando esté hablando con mis amigos sobre irnos de paseo a la playa por el fin de semana, voy a estar esperando por ti.

3 de julio de 2010

Promesa



Lo intenté. Intenté seguir, como te lo prometí. Lo intenté con todas las fuerzas que me quedaron después de tu muerte. Luego del funeral ordené la casa. Guardé tus cosas, como te dije que haría y apile las cuatro cajas en el ático.

Lo intenté, te lo juro. Pero no pude.

Intenté volver a trabajar, a enseñar música, que siempre fue la pasión de mi vida. Pero las clases, los alumnos, el piano, nada, ni un átomo de cada uno de esos elementos lo hizo más fácil. Yo quería, quería seguir viviendo, pero por todas las cosas, quería volver a bailar contigo. Maldita sea, me sentía sucio, no podía dejar de pensar en el minuto que me soltaste la mano en esa fría sala de hospital, cuando el doctor cerró tus ojos, cuando tuve que ir a la morgue a vestirte. La escena de tu ataúd bajando para luego ser cubierto de tierra. Todo era parte de una pesadilla que revivía a cada minuto. Por más que lo intentaba, no podía vivir sin ti.

Esa tarde decidí que rompería mi promesa, pensé que de hacerlo, tal vez podría irme contigo y bailar nuevamente. Tomar tu cabello, jugar con el entre mis dedos al ritmo de la música. Pensé que lograrías entenderlo, por que romper mi promesa.

Nuestro departamento se veía tan distinto esa tarde. Ya casi eran las seis y el sol se ponía al fondo de la ventana del living. Las paredes se tiñeron de negro mientras yo me ponia esa camisa que tanto te gustaba, la con las rayas azules. Me abroche los puños y subí al borde del balcón. Por un momento volví a intentar convencerme de que debía cumplir con la promesa que te había hecho, que seguiría viviendo. Pero una vida sin ti no vale la pena, concluí mientras dejé caer mi cuerpo al vacío desde el piso diez. Cerré los ojos y dejé de escuchar la canción que tanto te gustaba y que había puesto en la radio del estudio.

Entera


Yo sé que a ella no le gusta su cuerpo, me lo ha dicho miles de veces y en todos los tonos posibles, sin embargo, para mi es la joya más hermosa que he visto en toda mi vida. Ella no me cree, por su puesto.

En las noches, cuando está dormida, me entretengo contando los lunares en su espalda desnuda. Son cientos y son bellos. Mi favorito es el que tiene en el hombro izquierdo, sé que un lunar no puede ser tan espectacular, pero ese es perfecto. Para mi es la mejor compañía cuando amanece y tibios rayos de sol se cuelan por las persianas. Es reflejo de su alma y me muestra que es lo que sueña, al igual que su respiración, que sus movimientos torpes cuando se da vueltas mientras que las imágenes del día atraviesan su cabeza. Yo espero a que despierte para que me las relate con un millón de palabras dulces que, acompañadas con un café, siempre hacen que sonría medio dormido.

Cuando usa falda se le ve la cicatriz en su rodilla izquierda, que se hizo a los seis años con un alambre de púas en el colegio. Casi nadie la nota, porque es muy pequeña, sólo yo que conozco cada centímetro de su piel. Tiene otra más escondida un poco más arriba, en la misma pierna y finos vellos que detesta. No le gusta usar falda por eso, a mi me da igual. Ella siempre se verá hermosa, incluso después de sus clases de spining.

Sus dedos están helados todo el tiempo, al igual que sus manos. Se sienta por horas eternas frente al computador a escribir y a fumar sin parar. Me encanta sentarme tras ella, en el sillón verde a leer y, de vez en cuando, levantar los ojos y observar como se crea un mundo rosado sobre su cabeza. Siento como vuelan a través de la habitación las ideas que después, de forma rápida, teclea y me lee media nerviosa a la espera de mi opinión.

Debo admitir que suelen cansarme sus reacciones cuando termina, cuando le digo que el cuento que acaba de relatarme es lo más bello que he escuchado. Ella me dice que es mentira, que no está listo y que no tiene nada de lo que ella quería realmente decir. Sus cejas se juntan y me da una mirada de reprobación, sin embargo, yo no puedo mentirle y decir lo que quiere escuchar. Para mi es perfecto.

Cuando mira por la ventana junto a su escritorio comienza a jugar inércicamente con las puntas de su cabello y las enrosca sin fin. Por lo general canta en francés y ve pasar a la gente bajo el departamento. Yo no sé que dice, pero me gusta imaginar que la canción es para mi y que la letra refleja sólo amor. Infantil, lo sé, pero así soy yo. Y así es ella también. Cuando come helado siempre le queda un poco sobre los labios, al igual que cuando toma leche o come chocolate.

Se come las uñas cuando está viendo televisión o si las tiene pintadas se saca el esmalte con los dientes. Y después se las vuelve a pintar, refunfuñando que se le sale sólo. Tiene miles de tick nerviosos como ese. Se rasca la nariz en círculos y siempre se muerde los labios. Cuando algo la sorprende levanta una sola ceja y sus ojos pardos se ven más verdes cuando hay luna llena.

Cada mañana cuando despierta me saca la lengua y yo se la muerdo suavemente. Ella después me besa la nariz.

Cuando hacemos el aseo, ella siempre parte por poner un cd de los Pixies a todo volumen. Por alguna razón que desconozco para ella lo máximo es cantar “Where is my mind” mientras pasa la espiradora. Y yo me entretengo con la loza y su voz. Cuando se compró el dvd de Placebo en el que sale una versión de la canción me tuvo tres semanas enteras escuchándola todo el día- o por lo menos gran parte de el- hasta que se lo prestó a su hermana. Cuando algo le gusta algo no puede dejarlo. Por eso está conmigo, eso creo. Es la única explicación a esta relación habiendo miles de situaciones meritorias de nuestra ruptura.

Cuando lee un libro saca frases que le interesan y las escribe en pequeños papeles con lápices de colores y después los pega por las habitaciones. Luego yo voy y hago pequeños dibujos de nosotros a los lados. Cuando yo estoy pintando ella siempre se abraza por atrás y besa mi cuello, muerde el lóbulo de mi oreja y después desaparece.

Al caminar por la calle se toma de mi brazo.

Al dormir se acuesta en mi pecho.

Le gusta hacer el amor escuchando Protección, de Massive Atack.

Cuando come se pone la servilleta sobre las piernas.

Cada vez que la beso cierra los ojos. Cuando los abre yo cierro los míos.

2 de julio de 2010

Siquiatria



Sus brazos se ven suaves y tibios. Sus mejillas sonrosadas y frías. Muero por tocarlo. Mataría por lograr sentir el perfume en su cuello. Lo veo todos los días en cuatrocientas cuarenta y ocho poses diferentes que ya conozco de memoria, sin embargo, sé que hay más. Y es eso lo que me alienta a dar ciertos pasos hacia algún lugar.

Hoy es martes y me pregunto que hará para pasar el tiempo. Ayer lunes no pude concentrarme en imaginar sus pasos por mi casa porque, sorprendentemente, no tuve la fuerza mental requerida para dicho trabajo. Mañana le escribiré otra carta y esta noche rezaré para que amanezca bien.

El jueves va a estar en Francia.

Hace algunos días dejó Londres.

En algún momento de mi vida me llevará con él a sus viajes, eso lo digo porque estoy segura de nunca desear que se quede aquí conmigo, no podría soportar la idea de que coarte sus proyecciones sólo por mi. Ese acto patético de amor me lo reservo de forma exclusiva. Después de todo, ya tengo un poco de experiencia en el tema.

Él es mi plan de vida, mi castillo en las nubes. Me esclaviza a las palabras y mágicamente también logra que me sienta libre al escribirlas.

No puedo pedirle que me devuelva la vida que me quitó, porque a decir verdad yo se la regalé. Además él no lo sabe y posiblemente nunca lo haga. Prendo un cigarrillo en su nombre y sonrío al ver su sonrisa inmóvil. Todos estos son simples supuestos. Mi vida está hecha de ellos, no hay ningún hecho. Ni uno sólo.

Para estar contigo no necesito a nadie, creo que eso es lo único cierto entre los dos.

Ella y él



Ella toma con cuidado las tazas del desayuno y camina despacio hasta la cocina. Él la observa desde su silencio sin entender bien la razón de su hermosura. Ella juega ahora con los dedos en el agua mientras esta cae tibia sobre los platos sucios con torta y migas de pan. Él cumplió ayer los treinta y dos.

La casa sigue sucia, ella camina de un lado a otro, aún media dormida, recogiendo ceniceros llenos y vasos con tragos a medio servir. Él abre las ventanas del comedor para que el aire viciado del departamento salga y evitar así que las cortinas se sigan impregnando con olor a cigarro. Ella dobla los papeles de regalo que encuentra sobre un sillón, el agua sigue cayendo tibia en el lavaplatos y se acumula. Él va a la cocina, cierra la llave y toma una esponja con detergente para loza.
Ahora es ella quien lo mira en silencio y sonríe, sin entender tampoco la belleza que percibe de su cuerpo. Él levanta los ojos, sus miradas se cruzan. Ella baja la cabeza, él vuelve a lo suyo.

Ella toma los regalos y los lleva a la pieza. Él prende la radio y pone un cd de Sonic Youth, ella se mueve junto con la canción abriendo más ventanas y luego sacude las sábanas. Él termina. Ella continúa. Siguiente canción.

Él contesta el teléfono que lleva rato sonando de manera sorda sin ser tomado en cuenta, ella recoge una caja de condones vacía de un lado de la cama y la bota en el basurero del baño. Él tiene que salir. Ella lo sabe.

Él busca las llaves del auto, ella las tiene en su cartera. Él aparece en la habitación y se despide, la besa sobre los labios y roza su nariz contra la de ella. Ambos se sonríen y se besan nuevamente. Él le explica a donde va, ella lo escucha detenidamente observando cada movimiento de sus labios. Él se va. Ella se queda.

Él la ama. Y ella a él.

Incidente


Lo ordinario de pronto se torna extra ordinario. Las mañanas húmedas en la primavera que recién nace cuando caminas hacía un bus lleno de trabajadores, por ejemplo. Subes, cancelas. El chofer acelera antes de que te puedas acomodar. Está repleto y no quedan asientos vacíos. Por supuesto, nadie tiene la amabilidad de ponerse de pie y ceder el suyo.

Llevas tu uniforme recién lavado, tu cartera firmemente tomada bajo el brazo. De pie frente a la puerta trasera miras la ciudad que pasa frente a tus ojos a bastante velocidad entre los semáforos de cada esquina. Los colores se funden en tu retina, las formas se pierden, los sueños reviven y la noche se te viene a la cabeza. Todo tiene el brillo perdido de una noche que no termina.

No te das cuenta, pero estás sonriendo.

Las calles siguen pasando, realmente las ves todos los días, pero no te detienes a mirarlas. Por eso es que te parecen distintas, son otras. ¿Ellas o tú? No haces la relación mental, porque comienzas a pensar en el trabajo que te espera en la oficina, el escritorio lleno de papeles por revisar, las llamadas pendientes del día anterior, la reunión al medio día, los niños que tienes que buscar después de almuerzo, el pago de la nana, los datos pendientes que nunca revisaste.

Suena el timbre, alguien quiere bajar. No lo escuchas porque estás completamente sumergida en un sin fin de planes que quieres concretar antes del coffee break. Por lo menos tres personas se ponen de pie y te pasan a llevar en su intento por salir.

Y el tiempo se detiene.

Hay un desconocido a tu lado, también de pie. Se mueve lentamente para dejar pasar a quienes quieren bajar y, sin querer, descansa su pecho sobre tus dedos, de los que te afirmas para no caer.

Es tibio. Cubierto sólo por la camisa roja bajo el terno negro. No quieres ver su cara, tus ojos instintivamente se dirigen a tu mano y la miran con recelo, pero al mismo tiempo tan profundamente absorta en el sabor dulce que han tomado tus labios, que te olvidas de todo lo que hace menos de tres segundos llenaba todo espacio en tu cabeza.

Él tampoco te mira, pareces recordar algo, no sabes bien que es. La sensación es nueva sólo porque no esperabas sentirla, aun cuando hay en ella matices de hogar. Es simplemente el pecho de un desconocido posado por cinco segundos en tus dedos, nada más.

Su calidez viaja por todo tu brazo hasta llegarte al cuello, luego se dispersa por el resto de tu cuerpo y tiemblas. El aire huele a canela, a especias. No puedes moverte en ninguna dirección, estás envuelta en la leyenda de un roce, dormida entre su piel y tus dedos. Siembras en el ambiente tu alma entera y te desdoblas sin darte cuenta, volviendo a ti en un abrir y cerrar de ojos.

La gente ya se bajó, tú sigues de pie, el contacto terminó. La sonrisa que antes llenaba tus labios, inadvertida hasta para tu persona, ahora flota por tu ropa. Tus ojos siguen clavados en la ventana, las casas se comienzan a mover otra vez y se pierden entre los juegos de velocidades y los árboles que se atraviesan.

Alguien más se baja, pero esta vez alcanzas a sentarte. Pones la cartera sobre tus piernas y retomas la agenda mental.

Pero tus dedos aún están tibios y sientes el deseo incontrolable de mirar a quien produjo más de lo esperado en un par de segundos. Pero no puedes, no sabes quien es. Hay cuatro hombres con el mismo terno negro, con la camisa roja y el portafolio en la mano. Hay por lo menos treinta personas en el lugar y te parecen todos ser iguales.

Cuando llegas al trabajo retomas tu rutina, las llamadas pendientes, pones a cargar el celular mientras que revisas tu mail. Le pides a la secretaria que te lleve un café, el estrés regresa. Aquella tibieza en tus dedos se desvanece a medida que los minutos pasan y el incidente deja de tener relevancia. Pero por tres segundos y fracción, fueron la única parte de tu cuerpo que tuvo importancia, por el mínimo de tiempo aceptable en ellos se sustentó tu sobrevivencia.

Lo recuerdas cuando tomas un lápiz mientras hablas por teléfono. Ves tu mano, la sonrisa vuelve a tus labios y, con ella, el sabor dulce del roce con el pecho de un desconocido que tenía el poder de hacerte disfrutar el calor de su cuerpo y la proximidad de su piel. Anotas el dato que te están dato y sigues con la vida. La secretaria llega con tu café.