2 de julio de 2010

Incidente


Lo ordinario de pronto se torna extra ordinario. Las mañanas húmedas en la primavera que recién nace cuando caminas hacía un bus lleno de trabajadores, por ejemplo. Subes, cancelas. El chofer acelera antes de que te puedas acomodar. Está repleto y no quedan asientos vacíos. Por supuesto, nadie tiene la amabilidad de ponerse de pie y ceder el suyo.

Llevas tu uniforme recién lavado, tu cartera firmemente tomada bajo el brazo. De pie frente a la puerta trasera miras la ciudad que pasa frente a tus ojos a bastante velocidad entre los semáforos de cada esquina. Los colores se funden en tu retina, las formas se pierden, los sueños reviven y la noche se te viene a la cabeza. Todo tiene el brillo perdido de una noche que no termina.

No te das cuenta, pero estás sonriendo.

Las calles siguen pasando, realmente las ves todos los días, pero no te detienes a mirarlas. Por eso es que te parecen distintas, son otras. ¿Ellas o tú? No haces la relación mental, porque comienzas a pensar en el trabajo que te espera en la oficina, el escritorio lleno de papeles por revisar, las llamadas pendientes del día anterior, la reunión al medio día, los niños que tienes que buscar después de almuerzo, el pago de la nana, los datos pendientes que nunca revisaste.

Suena el timbre, alguien quiere bajar. No lo escuchas porque estás completamente sumergida en un sin fin de planes que quieres concretar antes del coffee break. Por lo menos tres personas se ponen de pie y te pasan a llevar en su intento por salir.

Y el tiempo se detiene.

Hay un desconocido a tu lado, también de pie. Se mueve lentamente para dejar pasar a quienes quieren bajar y, sin querer, descansa su pecho sobre tus dedos, de los que te afirmas para no caer.

Es tibio. Cubierto sólo por la camisa roja bajo el terno negro. No quieres ver su cara, tus ojos instintivamente se dirigen a tu mano y la miran con recelo, pero al mismo tiempo tan profundamente absorta en el sabor dulce que han tomado tus labios, que te olvidas de todo lo que hace menos de tres segundos llenaba todo espacio en tu cabeza.

Él tampoco te mira, pareces recordar algo, no sabes bien que es. La sensación es nueva sólo porque no esperabas sentirla, aun cuando hay en ella matices de hogar. Es simplemente el pecho de un desconocido posado por cinco segundos en tus dedos, nada más.

Su calidez viaja por todo tu brazo hasta llegarte al cuello, luego se dispersa por el resto de tu cuerpo y tiemblas. El aire huele a canela, a especias. No puedes moverte en ninguna dirección, estás envuelta en la leyenda de un roce, dormida entre su piel y tus dedos. Siembras en el ambiente tu alma entera y te desdoblas sin darte cuenta, volviendo a ti en un abrir y cerrar de ojos.

La gente ya se bajó, tú sigues de pie, el contacto terminó. La sonrisa que antes llenaba tus labios, inadvertida hasta para tu persona, ahora flota por tu ropa. Tus ojos siguen clavados en la ventana, las casas se comienzan a mover otra vez y se pierden entre los juegos de velocidades y los árboles que se atraviesan.

Alguien más se baja, pero esta vez alcanzas a sentarte. Pones la cartera sobre tus piernas y retomas la agenda mental.

Pero tus dedos aún están tibios y sientes el deseo incontrolable de mirar a quien produjo más de lo esperado en un par de segundos. Pero no puedes, no sabes quien es. Hay cuatro hombres con el mismo terno negro, con la camisa roja y el portafolio en la mano. Hay por lo menos treinta personas en el lugar y te parecen todos ser iguales.

Cuando llegas al trabajo retomas tu rutina, las llamadas pendientes, pones a cargar el celular mientras que revisas tu mail. Le pides a la secretaria que te lleve un café, el estrés regresa. Aquella tibieza en tus dedos se desvanece a medida que los minutos pasan y el incidente deja de tener relevancia. Pero por tres segundos y fracción, fueron la única parte de tu cuerpo que tuvo importancia, por el mínimo de tiempo aceptable en ellos se sustentó tu sobrevivencia.

Lo recuerdas cuando tomas un lápiz mientras hablas por teléfono. Ves tu mano, la sonrisa vuelve a tus labios y, con ella, el sabor dulce del roce con el pecho de un desconocido que tenía el poder de hacerte disfrutar el calor de su cuerpo y la proximidad de su piel. Anotas el dato que te están dato y sigues con la vida. La secretaria llega con tu café.

1 comentario:

  1. Una vez escuche qeu alguien dijo " hay sensaciones qeu la mente y el corazon olvidan,pero el cuerpo recuerda"...lo ocurrido en el relato me recuerda esa frase....es una situacion extraña...es como si de un momento a otro fueses transportado a un lugar totoalmente distinto...no puedo decir mas nada qeu en esa frase no haya sido dicho... fue un relato reconfortante para esta fria noche en Pto montt.

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